Por más que intentemos huir de estas noticias, no hay manera. Nadie huye de la muerte. Y en estos días, en estas horas, dos han vuelto a rondar la escena. Se dice que la muerte no es representable, aunque sea uno de los grandes temas del teatro, y en general del arte. Pero se empeña en presentarse, invisible, y llevarse a quienes pueblan estas tablas. Irrepresentable. Impresentable. Un teatrero, de los auténticos, de los que no han dejado de luchar por la pureza de este arte sin dejarse embadurnar por la potencia capital de las pantallas, hace mutis y deja la escena vacía, cargada, con ese magnetismo que provoca los aplausos. Fernando Urdiales es el fruto de aquellos que mientras estudiaban se apasionaron por el teatro en los TEU que tanto hicieron por el teatro en los tiempos duros, y desde entonces han hecho de ello el centro de su vida. En 1982 funda Teatro Corsario, compañía que siempre será recordada como una de las que más han hecho por el teatro clásico, aunque también ha tenido en su repertorio obras de este siglo (ya clásicos, de un modo u otro): inesperadamente, en 1983, cuando era aún más desconocido que ahora, la teatralización del poema de Lewis Carrol La caza del Snark; o, en 1986, nada menos que Insultos al público, de Peter Handke. Por si eso fuera poco, también desde el principio ha querido dignificar el teatro infantil cuidando especialmente sus espectáculos de títeres. Se ha ido dejando escuela y secuela, que desde aquí confiamos en que sepamos continuar so pena de andar con la cabeza gacha de vergüenza: el Festival de Teatro Clásico de Olmedo, creado por él, ha de convertirse en un referente obligado del teatro clásico de este país. Para dicho festival, como no podría ser menos, dirigió El caballero de Olmedo, de Lope de Vega, con el deseo de que, igual que en la noche de difuntos se hace con el Don Juan, podamos ver una nueva puesta en escena del clásico en este lugar. Un texto que recuperó del olvido Lorca para la Barraca. Y el mismo Lorca, tragedia, muerte y escena, fue referente para el también granadino Enrique Morente, demasiado recientemente fallecido, tan grande en lo suyo como aquél en todo, demasiado por lo repentino, porque pese a estos días mudo por el coma, no ha habido tiempo para quejidos de agonía, ha pasado de cantar la noche anterior rodeado de cuadros de Picasso, al silencio hospitalario de zuecos, máquinas y reverberaciones de azulejos. Nació siete navidades después de que perdiéramos a Federico, no llegó a setenta años (quién le iba a decir hace una semana que no llegaría a cumplir 68) y ahora nos gustaría creer en la cábala y pensar que en unos siete años de nuevo nacerá otro genio de los que sólo se disfruta uno por siglo. Inconmensurable. Apenas podemos decir nada de lo que ha supuesto este hombre para el flamenco, pese a quien pese, o precisamente porque a algunos les pesa, porque ha sabido crear algo distinto. Hacer lo que él ha hecho es hacer arte: en eso consiste ser artista, y eso, claro, a muchos les pesa. Desde grabar una misa flamenca, al disco Omega, del que hace bien poco celebró doce años, cada uno de los cuales lo han ido haciendo más mítico, con unos conciertos inolvidables… Nos queda su estrella.
_________________ Sergio Herrero
Ophelia, revista de teatro y otras artes
www.ophelia.es
|